Confesiones del príncipe
Confieso que desearía quitarle la vida, arrancársela. No le odio; sería un acto ritual. Me gustaría que él se acercara a mí con la daga entre sus manos, ofreciéndomela como instrumento de deceso.
Entonces yo le apuñalaría solemnemente doce veces, en los doce puntos por donde fluye la savia. Recogería su sangre en una jofaina de bronce bruñido. Bebería de ella y luego se la ofrendaría a las palomas que acuden al templo en busca de augurios para mi y para mi pueblo; cielos despejados, horizontes cristalinos.
Ya despojado de los símbolos de la autoritas, su cuerpo inerte, envuelto en púrpura, sería gravemente acompañado hasta el ara donde habría de arder hasta la siguiente luna.
Y yo clamaría “¡que nadie separe la cabeza del tirano!, esta noche reposará junto a sus antepasados y ha de presentarse decoroso ante la puerta de sus padres. ¡Que nadie aleje su mente de su corazón porque el juicio ante los dioses ha de ser justo y él tiene derecho a defender su causa con inteligencia y ardor”.
Sólo así, honrando las leyes de nuestros ancestros, este pueblo se verá libre y este ser humano que soy yo podrá ser feliz.